En mi viaje a Rioja llegué al río Tioyacu. Aquella preciosura de la naturaleza me acogió a tempranas horas de un martes. Sus aguas eran limpias y surgían de las profundidades de las tierra. Conocí su origen y parte de su trayecto inicial. Quice aventurarme en sus aguas pero la frialdad de estas me detuvieron en un primer momento. Paulatinamente fui hundiendo mi cuerpo hasta llegar a la altura de la cintura. Una roca al fondo del agua me asustó. La erosión en un juego del azar le había dado forma de serpiente. Afortunadamente no tenía una anaconda debajo mío.
Luego de disfrutar un poco del líquido elemento y sacarme el alma jugando voleibol, porque mis sandalidas no eran las adecuadas para moverse en esos terrenos aledaños, volví a la corriente y me sumergí completamente. Esa experiencia puedo calificarla como la más gélida de mi vida.
Tras dominar ese curso fluvial, divisé a una amable señora avivando unas brasas fuertemente con su abanico. Sobre ellas unos plátanos se asaban. Su aspecto me llamó la atención y su presentación también. Sobre unas hojas de bijao, aquel fruto despúes de expuesto a la parrilla era relleno con queso mantecoso y crema de maní. Mi paladar disfrutó de un típico manjar de la selva. Tal potaje fue deliciosísimo. Mis papilas gustativas me pidieron más. Tuve que satisfacerlas. Le faltaba manos a la señora para compensarme. Al final comí más de la cuenta porque como no tenía para darme vuelto de los primero cuatro que comí le dije que todo el dinero se convirtiera en esa vianda. Finalmente sé cuál es la razón por la que subí de peso en aquella bella ciudad de la región San Martín.
jueves, 11 de octubre de 2007
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